Bebés fuertes como troncos

Todos quieren bebés fuertes como troncos. Todos quieren besar y amar a bebés que nacieron con piernas fuertes y grandes ojos; los bebitos que dicen mamá y papá antes de su primer pastel de cumpleaños, bebés alegres con cerebros preciosos, balanceados, tersos, sin mucho cabello, sin mucho pelo porque esos se vuelven bebés “feos”, pero si caminan pronto, si no necesitan mucho, si no son “latosos”, si comen y no se ensucian no se arma tanto alboroto. Esos bebés que puedes dejar solos mucho tiempo, echarles un ojo, esos que no necesitan les muevas un piecito y un bracito de cierta forma cada cierto tiempo para mejorar su tono, esos que no son alimentados por sondas, que mueven sus cuerpos con gracia, esos que aguantan ruidos y gritos, esos que comen de todo, que miran luz y colores… Esos no son bebitos, son solo ideas adultas de bebitos.

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Árboles

 Tu cabello nace en la raíz de los árboles antiguos

No  imaginaba cómo algo tan verde pudiera morirse, es más: jamás pensó  la muerte en ninguna fruta o verdura.

Así son las cosas: los árboles también mueren, se van pudriendo, los árboles también tienen huecos en la panza o se ponen tristes.

 Con sus pequeñas manos agarraba un nopal  que pronto cocinaría la abuela. Observó despacio cómo cortaba en pequeños cuadritos ese manantial de saliva diurna ¿no le duele al nopal, abuelita?

 No le duele porque es para comerlo. Le dolería si lo pisáramos o lo cortáramos por puro juego.

 Salió temprano de casa y en el camino veía las formas cambiantes de los árboles. Ya rumbo a la escuela pensaba ¿y si se muere un árbol lo van a enterrar? ¿lo ponen en una tumba? ¿le mandan flores muertas a los árboles muertos? ¿la tierra fértil podría revivirlo?

No se dio cuenta hasta después de observar 189 árboles, que los troncos son su carácter, que los árboles no son iguales entre sí y que esa forma de dejar caer las hojas son sus pensamientos enterrados en alguna parte de sus arcaicas cortezas.

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Maternidad y miedos

Varias veces detrás de la madre que soy encuentro a una mujer preguntándose qué es la maternidad. Durante el día, limpiando caca, conteniendo un berrinche, siendo rechazada y amada por una criatura que aún no conozco del todo pero que amo como a nadie salen preguntas que intentan encontrarle forma a mi maternidad. Sinceramente no he dado con ninguna respuesta concreta y a veces estoy tan cansada como para llegar a las raíces, pero sí he pensado que ser madre es tener miedos e ignorarlos.

 Esta idea me recuerda cuando empecé a vivir sola (22 años). Uno de mis mayores miedos era dormir sin mis padres en la misma casa porque siempre tuve pesadillas horrendas llenas de demonios, poseídos y en general escenas muy oscuras. Un par de veces vi mi cuerpo salir de sí mismo, en otra ocasión soñé la muerte del papá de mi amiga antes de que fallecería, clarito me decía “yo ya siento la tierra en mi rostro incluso antes de morir”. Murió dos semanas después y tuve tanto miedo porque sentía su presencia en mi casa. Tres meses tardé en poder dormir de nuevo y poco a poco tuve que convencerme de retomar mi vida, pero me obligué porque era muy cansado morir de sueño y cumplir con mis obligaciones. En esa misma época me daba muchísimo asco matar insectos con mis zapatos. El crujir en la suela de mis pies me erizaba y sentía escalofríos por todo el cuerpo. Mejor los sacaba con el recogedor. Ahora que soy madre me aguanto el asco, el miedo, mato sin dudar y a la primera a la criatura que más me ha seguido: el alacrán. Siempre han estado para mí y yo para ellos, se me aparecen en todas partes. Una vez fui a un curso de manejo de tarántulas y escorpiones (yo tenía aracnofobia de chiquita y decidí perderles el miedo obsesionándome con ellas).  A lo que quería llegar es que en definitiva hay una diferencia entre matar alacranes siendo soltera y ahora que soy madre: aún siento asco y miedo, pero en un segundo viene el miedo y al otro la vida de mi hijo y cómo ésta depende de mi actuar. Entonces me convierto en la samus aran mata alacranes.  

Supongo que todas las madres que estamos comprometidas con cumplir con nuestros deberes amorosamente hemos sentido esto, desde los momentos simples de la vida hasta los más tensos, violentos y horribles que podamos pasar con nuestras criaturas.

Ya no doy importancia a mis sueños ni a mis miedos. Avanzo siempre aunque tambalee. ¿Me gusta? Pues no me he puesto a pensar en ello pero tampoco hay muchas opciones cuando estoy sola en casa, con una criatura que se empeña en saltar a cualquier precipicio y en otro momento a mis brazos.

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Campo de lavandas

Me quedé dormida en tu abrazo (hondo, cálido) y me supe dentro de una hoguera suave donde se forma la vida. Sentí que no existe alarma que despierte mi sueño, ni daga que corte o miedo que rebase mi sonrisa.

Eres un campo de lavandas donde me tiendo a ver el atardecer.

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Casa

Cielito, ¿qué es esa nueva luz que sale de tus ojos y se refleja en toda la cocina?-, preguntó mi casa, ayer domingo, cuando en la noche nos quedamos a solas.

-Esa luz es nueva, ¿verdad? ¿la habías visto antes? yo tampoco-, contesto.

Casa me mira curiosa, mientras yo recostada cierro los ojos, suena una canción y pienso en auroras boreales.

-Pst Pst -me despierta Casa –¿qué pasa que ahora tu habitación se ha convertido en mi corazón? ¿por qué escucho tantas risas? ¿quién viene ahora y pregunta por el pasto, por el baño descompuesto? ¿es quien también te acaricia el pelo y te hace reír hasta sonar en todas mis esquinas y mover todos mis cuadros?

Abro los ojos, escucho a Casa y sonrío. Contesto que sí y no sigo más.

Ayer vi flores en la mesa y una flor de lavanda. Amo la lavanda; el aroma hace cosquillas en mis muros. Dime, ¿eres feliz? -Casa insiste.

-Sí-. Contesto sonriendo y me doy cuenta que ese calor que Casa siente, es lo que pasa cuando por fin un sitio habitable se transforma en hogar.

 

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Nebulosas

Hay cosas que ya no siento. Por ejemplo: un vuelo torpe dentro de mi garganta al decir adiós, el olor a muerto de todas las flores que alguna vez dejé a mi paso,  la distancia
como alfiler y pie descalzo,
como brasa y rostro fresco,
como enfermedad y soledad.

Digo esto, porque tengo la voz más firme que nunca, las manos fuertes y la mirada quieta; lo veo en el espejo, a solas, cuando nado y la alberca vacía de todos
ya no me asusta ni siento que aparecerán fantasmas dentro del agua.

Veo que, sí, en efecto, hay grietas en mi amor imperfecto, pero que también las son oportunidad de universos llenos de nebulosas con olor a todo lo bonito
que me habita.

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Llamada

Apretar los dientes, respirar profundo, secarte las lágrimas, contener.  Suena el celular: es mamá. Mamá, que dejó de hacer de comer, regar las plantas, cantar a tu hermanita “duerme, duerme negrito” para llamar y decirte cualquier cosa.

Apretar los dientes, relajar la voz, sacudirte un poco de tristeza, contestar a tu madre, y por teléfono decir -madre, estoy bien, claro, hace calor, ¿ustedes? Los extraño- y aquí ahogarte un poco más en la marea viva de tu sangre mientras el ventilador necio y pobre apenas mueve un poco.

¡Visítame, vuelve pronto, ve y abraza a tu abuela, cruza los montes, baila todos los días, vacía a los perritos, llena de gatitos los cántaros de agua!

Las palabras de tu madre suenan lejos y no tienen el mismo efecto que cuando traía dulces después de su jornada o cuando sabías que ella era los reyes magos pero no se lo decías porque no querías se pusiera triste.

Mamá, ¿qué no ves que los cuartos de esta casa están vacíos, que nuestros muertos y quienes más nos amaron nunca van a volver?

Sí lo sabe. Ha perdido tanto

también.

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Ariadna

El mundo tiembla y la sangre brota de los árboles, pero tú no entras. Te digo «habrá una lluvia que inundará toda la calle y se llevará a los niños arrullados dentro del fango» y solo crecen tus muros de silencio, muy altos y grises. En esos muros cuelgo cuadros, enredaderas y buganvilias; sitúo una mesa circular pequeña con dos sillas blancas, antiguas, sirvo el café y canto una canción mientras la otra silla, frente a mí, no se ocupa. No entras.

Preparo el pastel más hermoso de este mundo,con vainilla, almizcle, seda y rosas. Corto una rebanada perfecta para ti y cuidadosamente la coloco sobre un plato con áureas orillas y flores simétricas pintadas con acuarela, pero tú no tienes hambre.

Le platico a tu piel lo cansado del día, la travesía de ir de un pensamiento a otro; intento entrar a ti, a tus recuerdos y me enfrento con un minotauro cansado, tirado en el piso, enredado en el laberinto y a punto de morir.

Ariadna también se pierde,
Ariadna también se cansa.

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Miel de agave

Soy así porque de pequeña caí en el jardín de la abuela, en la Tepacaltes, entre geranios y bromelias acariciando mis pies; encontraba arañas de las tiernas, tomándolas de una patita las aventaba a mi primo ahora muerto, solo por asustarlo y hacerlo rabiar.

Soy así porque amé a mis dos abuelos desde muy pequeña y sentí que desde su corazón duro nacía la miel del agave; compartían conmigo sus secretas comidas y las únicas palabras dulces que salieron de sus labios.

Soy así porque me confeccionaron llorona -desde nacida, mi madre dice- cántaro pequeño de agua limpia, y esa marca jamás se me quitó (hoy sentada en mi propio borde, a punto de saltar al acantilado que es mi cuerpo).

Soy así porque cuando sueño viajo bastante y veo de lejos a mis dos perritos ladrándome para que regrese con bien a mí misma, a una cama que es calma, a un hogar que es mi cuerpo. No hay más.

 

 

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qué lejos

Qué lejos se veía la soledad desde tu casa en la que aún fría podía desnudarme los pies y bailar con tu perro olvidando todo el silencio que tienes, porque en vez de sangre, tienes silencio.

Qué lejos se veían los viernes sin que esperaras fuera del trabajo con tu auto, tu perfume, tu galantería y una sonrisa que apenas se asomaba, tan pequeña, pero que para mí era como una enorme y colorida celebración  con miles de fuegos artificiales.

Qué lejos se veía el fin del «nosotros», de nadar en Lo de Marcos mientras tú me veías ser feliz desde tu cerveza, de La Sauceda con café y chocolate, de las cenizas de mi abuelo que no me acompañaste a presenciar, de las canciones de José Alfredo que se te atoraban en la garganta, de tus Te Amos entre dientes aferrándote a ellos sin dejarme acariciarlos.

Qué lejos te veo. Qué lejos quiero que estés.

 

 

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